En un primer momento
el silencio es pura privación,
carencia, hueco molesto,
arrancarse de actividades y personas
que llenaban.
El silencio se percibe
como inútil, aburrido,
pérdida de tiempo.
Lleno del eco confuso
de las cosas dejadas atrás,
es exigencia de compañía,
de actividades.
Si se sobrepasa este momento,
el silencio se hace palabra.
Los fantasmas escondidos
empiezan a salir a la luz
y a gritar sus exigencias.
Antes trabajaban desde la clandestinidad,
enmascarados en las actividades,
proyectos y personas,
y pasaban casi desapercibidos.
Pero también la vida retada
empieza a brotar más firme,
más honda, y nos sorprende
la profundidad ignorada
que surge de nosotros mismos,
desde nuestra apertura al infinito.
El silencio se transforma en lucha
cuerpo a cuerpo,
entre los fantasmas con su ejército de miedos
y las exigencias nuevas de una libertad inagotable.
El silencio es tenso,
implacable, decisivo.
En la lucha algo de mí muere,
algo vuelve a ser clandestino,
algo nuevo se afirma
marcado todavía por los rasgos de la agonía.
El silencio ha cristalizado
en un gesto de reposo sabio,
hecho de certezas infinitas,
de vida recién nacida.
El silencio se ha revelado una presencia,
sereno estar en una compañía,
que me abre el espacio
de su amor discreto
donde se hace consistente mi armonía.
El silencio se hace silencio pleno,
confiado, alegre, reposo y estrenado.
El silencio es palabra agradecida.
(Benjamín Gonzalez Buelta, SJ)
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