se ha llenado con su Espíritu la ausencia,
incluso en nuestros rincones más remotos.
Ya no podremos, por tanto, decir
que estamos solos y perdidos;
sino que tendremos que hacernos
compañeros de Emaús.
Y podremos caminar firmes,
bajo el sol recio de la rutina
y también en medio de la niebla incierta.
Hermano que me escuchas,
¿Quieres ahora caminar conmigo?
Ahora, que Cristo ha resucitado,
Dios se nos ha hecho agua:
invisible, fresco e imprescindible.
Y cuando tengamos ocasión de acariciarle
ya se nos estará escapando
libre por entre los dedos.
Pero tendremos muchas ocasiones
de reconocerle como tal agua,
habitando todas las cosas y las personas.
Hermano que me escuchas,
¿Quieres que busquemos juntos nuevas aguas?
Ahora, que Cristo ha resucitado,
el Espíritu se ha hecho fuego,
como en la noche de Pentecostés.
Y abrasará los rastrojos de nuestros miedos,
transformará nuestras dudas en opciones,
y se propagará rápidamente por la comunidad.
Quedaremos, eso sí, desnudos y en barbecho:
sin privilegios, sin prejuicios, sin perezas;
pero nos mantendremos abiertos a las primaveras.
Hermano que me escuchas,
¿Podemos quemar juntos nuestros rastrojos?
Ahora, que Cristo ha resucitado,
de Jesús sólo nos queda su luz:
suave, delicada y omnipresente.
Atraviesa suavemente nuestras sombras,
evidencia nuestras dobleces,
esquiva nuestras corazas.
Y quiere hacernos portadores de su luz
para tantas plantas que aún languidecen,
para tantos ciegos que aún esperan.
Hermano que me escuchas,
¿Quieres ser conmigo testigo de la luz?
Ahora, que Cristo ha resucitado,
el Hijo del Hombre es el hijo de todo hombre.
Él ha dignificado a todos
empezando por los últimos,
por los que sólo le tienen a Él.
Tendremos, entonces, que buscarle
con cualquier apariencia y en cualquier lugar.
Una búsqueda eterna desde una certeza perenne.
Hermano que me escuchas,
¿Nos reconocemos, ahora, hijos del mismo Hombre?